De un salto salió de las vías. Cayeron sus cabellos sobre la grava ardiente del mediodía, las manos azotaron sobre el metal, rebotando una hacia su pecho. Alcanzó a quitar la otra antes de que pasara la locomotora silbando, y se quedó recostado en la grava aunque lastimaba a través de la camisa vaquera desgastada, casi transparente, y le quemaba la espalda. Se cubrió los ojos con la mano que zafó de las vías, con el mismo movimiento, y permaneció allí tirado el tiempo suficiente para caer en cuenta de que estaba vivo, cuando las hormigas atacaron su rostro. Decidió levantarse. Se incorporó y humedeció los labios blancos con la lengua. Volteó al horizonte y no había nada, la sabana estaba cubierta por algún matorral perdido, y sólo a lo lejos se alcanzaba a distinguir una sierra gris y seca. Detrás de él, a unos cuantos metros, estaba la estación del pueblo perdido, alguna colonia abandonada, ya inexistente. Miró con un aire de seguridad a la ventana del posible vestíbulo, o taquilla, o sala de espera; aquel cascarón era un cuadrado de madera con ventanas al azar, sin una distribución definida a simple vista. Y solitario. El andén ni siquiera estaba sombreado, ni había bancas sobre un patio, como siempre nos imaginamos que son los andenes. Se dirigió lenta y decididamente al edificio. Las botas tenían unos hoyos más grandes que lo que quedaba de suelas, y sus pies callosos comenzaban a percibir lo filoso y caliente de las piedras. Entró por un quicio deformado, que no aceptaría una puerta cerrada nunca más. Se detuvo unos segundos para acostumbrarse a la oscuridad interior y apartar al sol que seguía en los ojos. Al fin logró distinguir al fondo, en una esquina, el bulto esperado, el más buscado de los tesoros. Sin mover ninguna arruga de su rostro, sin hacer un sólo gesto de alegría ni de tristeza, ni siquiera de cansancio, caminó hacia el rincón y se quedó mirando fijamente, por largo rato, el saco de yute doble y la cuerda que lo amarraba por arriba. Con mucha cautela acercó una mano y tocó con la punta de los dedos, debajo de la cuerda. El bulto comenzó a moverse despacio, como sacudiéndose adormilado, como una ola despegándose de la orilla, como si estuviera lleno de aire y se moviera en vientos apenas perceptibles antes de convertirse en huracanes. Con más confianza acercó la otra mano y, con la palma abierta, tocó la parte baja del saco. La posó con sumo cuidado y con una confianza que demostraba que sabía lo que allí se ocultaba y lo frágil que era. Comenzó a susurrar palabras en voz muy baja, como si sus pensamientos fueran los que hablaran y no su boca. Alejó los cabellos de la frente y desabotonó la camisa, lo poco que quedaba de ella, quitándosela. Sus palabras fueron tomando más fuerza, más volumen, y comenzó a deshacer el nudo de la cuerda.
Estoy aquí, he llegado, me has esperado, te he guardado desde siempre. Hemos viajado por siglos recorriendo universos. Los caminos se han tornado en uno, y nos encontramos como al principio, en un principio nuevo. Olvida tus miedos, yo estoy para ti. Aquietaré mis angustias, al fin te tengo conmigo.
Arrancó la cuerda con suavidad, abrió el saco y lo bajó hasta el suelo. Allí estaba. Allí estaba él. El comienzo de su tiempo, el retorno de su alma, la frágil criatura que albergaba el ciclo interminable de su existencia. Lo tomó entre sus brazos acercándolo a su pecho. Lo cubrió con la camisa y lo besó despacio. Era tan frágil, tan fuerte. Tan diminuto y vulnerable. Tan poderoso. Era transparente como el agua y visible como la luz que cruzaba las ventanas. Sus claros ojos sabios y sus pequeñas manos tenues dibujaban en el aire la belleza de una antigua vida renovada, renacida. Lo meció un momento apretándolo contra sí, con una fuerza sobrehumana que fluía entre ternura y euforia. Bosquejó con los labios las palabras “no nos perderemos más”. Salió del edificio con el pequeño en brazos, hacia las vías y, en dirección opuesta a su llegada, comenzó un camino que no tendría final, porque el inicio de la eternidad apenas había llegado.
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